Autonomía Concertada para Cuba, Inc.
(Cuba española)

La nación española podrá ser una, pero en ella habitan almas muy diversas: las almas españolas, ora peninsulares y metropolitanas, ora en sus más caprichosas municipalidades, las africanas de Ceuta y Melilla, las insulares de Canarias y Baleares, o bien las ultramarinas de Cuba y Puerto Rico, todas españolas, todas de la misma naturaleza, hoy prácticamente desconocida y traicionada por intereses acumulados contra España, cuyo germen inmediato puede ser la imperiofobia, pero puede estar también en la narrativa común que intenta explicar los procesos de independencia de la América española, que para justificar su misma existencia, sus métodos, falta de apego al Derecho e incuestionable fracaso en todos los órdenes de la vida lícita, tiene por fuerza que anclarse en una España diabólica, explotadora, y sanguinaria.

Cuba siempre española

En 1895 vuelve un grupo de cubanos a ensombrecer la paz en Cuba. Con un débil sustento ideológico y con total menoscabo de la representación política de cubanos tanto en el parlamento español, como en el parlamento insular, aquellos cubanos vuelven a la carga. Cuando España concede la autonomía en noviembre de 1897 y se verifican las elecciones de 1898, en ese momento los rebeldes, en lugar de deponer las armas y esperar momentos más oportunos, traicionan a sus compatriotas al desconocer esa voluntad soberana y malician una intervención extranjera, que lo primero que hizo fue desconocer esa naturaleza inveterada que por más de 4 siglos tuvieron los naturales de Cuba. ¿Pero cómo fue el asunto de la desnaturalización? 

El artículo IX del oneroso Tratado de París dispuso que sólo los súbditos españoles naturales de la península podían conservar la nacionalidad española si declaraban tal intención ante una oficina de registro, con lo cual quedaban preteridos, desconocidos, menoscabados los súbditos españoles naturales de los países cedidos o renunciados, es decir, los españoles de Ultramar, que eran, por mandato de la Constitución de 1876, ciudadanos originarios, y que sin embargo no fueron reconocidos en su naturaleza por imposición de los comisionados norteamericanos en París, vaya por añadidura que españoles de origen canario y balear tuvieron vetada la inscripción hasta diciembre de 1899, es decir, contaron con apenas 4 meses para inscribirse. La injusticia con los españoles de Ultramar, es decir, los naturales de Cuba y Puerto Rico, fue corregida parcialmente dos años después por el gobierno español, con la publicación de un decreto, de 11 de mayo de 1901, que imponía la carga durísima de inscribirse en el registro consular español dentro del plazo de un año a partir de la entrada en vigor de la norma, norma que no contaba con la garantía de publicidad normativa porque ya era legislación de un Estado extranjero, y a lo que debe sumarse las condiciones de miseria y destrucción después de una guerra civil, el alto índice de analfabetismo, y en general la población probablemente se enfrentaba a carencias más urgentes que la conservación de la nacionalidad española (cuya utilidad más allá de un patriotismo podría ser dudosa), en un territorio que dejaba de serlo, y en el que los españoles también tuvieron que enfrentar temores a represalias, resultado lógico de una propaganda que sólo perseguía instaurar el odio al español.

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